Eran las 6 de la tarde y hacía un sol de justicia, como el que escasas veces luce en el cielo de Asturias, si acaso en contadas ocasiones en verano. Hay un corto camino desde la canasta del parque del Rebollín (Noreña) hasta mi casa. Escasos 400 metros cuesta abajo que en aquella ocasión, se me estaban haciendo eternos, pues algo en mi cabeza pesaba más que mis cansadas piernas. Aquella fatídica tarde de junio del año 2022, estuve a punto de cometer uno de los peores errores de mi vida. Aquel día estuve a punto de dejar el baloncesto para siempre… En mi juventud, gozaba de un físico y unas condiciones privilegiadas para jugar al basket pero los estudios, mis padres y la “mafia deportiva” del barrio de La Calzada (Gijón) se encargaron de cortar mi progresión profesional y limitarla a las canchas del barrio. Realmente no solo fue culpa de ellos, pues en aquella época también descubrí lo que era salir de fiesta, circunstancia que truncó definitivamente mi futuro deportivo profesional si es que algún día lo tuve. Al final, me convertí en otro de tantos y tantos jugadores que podían haber llegado a ser algo pero que nunca lo iban a saber. La cancha del barrio se convirtió entonces en mi vida. Mi casa, mi fortín, el lugar donde iba a compartir experiencias del baloncesto y de la vida con mi otra familia. Esa familia que no es la que te viene impuesta por sangre, sino la que tú mismo escoges. Puede que creáis que el hecho de haberme criado en un barrio “modesto” haya distorsionado mi concepto de la cancha del barrio, pero nada más lejos de la realidad. En mi casa no faltó nunca de nada si a necesidades básicas nos referimos, pero lo que nunca hubo fue comprensión ni sintonía. Mis padres eran mayores y la comunicación era extremadamente difícil. En la pista era diferente. Había gente de todas las edades que te hacían partícipe de sus experiencias y te entendían cuando les contabas tus miserias. El rango de edad era muy grande, pero se cuidaba mucho la transferencia de información dependiendo de la diferencia de la misma. Era como si hubiese una norma no escrita de que los niños debían de aprender de los “chavaletes”, ellos de los chavales y estos a su vez de los mayores. Aquellas enseñanzas no solo se limitaban a cosas de la vida que no te enseñaban tus padres, como temas de chicas o chicos, sino que también incluían ética y moral prácticamente sin pretender hacerlo. El no molestar a los senior si estaban jugando, el pedir permiso para entrar a la pista, el permitir que te dejasen jugar con otra generación si te lo habías ganado, eran lecciones de respeto tan involuntarias como valiosas. Por abreviar un poco, la cancha de La Algodonera (Gijón) fue mi mayor y mejor escuela de baloncesto y vida. Allí aprendí que por muy bueno que seas siempre hay alguien mejor que tú, que a los mayores se les respeta, y que en esto del baloncesto no existen los contrarios sino los rivales, y que el respeto al rival es innegociable. Mis compañeros de pista se fueron convirtiendo poco a poco en mi familia y sin darme cuenta, me encontraba formando parte de una comunidad. Una muy sólida que cuidaba de sus miembros y se preocupaba de que no les ocurriera nada. Por primera vez en mi vida me sentí realmente parte de algo, y establecí unos vínculos que aún hoy en día perduran. Monchu, Alejandro, Paulino, Marcos, David y otros muchos compañeros, me acompañaron en aquella etapa de mi vida que resultó tan determinante para definir lo que soy hoy en día, tanto para bien como para mal. Volviendo a aquella tarde de Noreña, me dirigía a casa después de haber estado tirando a canasta en soledad durante una hora aproximadamente. Llevaba ya un año intentando reunir al grupo de gente con el que solía subir a jugar desde que me mudé aquí allá por 2008 pero ya se sabe, la gente de “cierta edad” tiene compromisos ineludibles… Cualquiera que haya jugado a algún deporte de equipo sabe bien que el peor castigo al que se le puede someter es dejarlo solo con un balón. Eran ya muchos días intentando reunir gente y estaba muy cansado de verme sólo en aquella pista. Aquella que tan bien me había acogido 14 años atrás cuando abandoné mi Gijón natal, proporcionándome un nuevo lugar de encuentro y una nueva familia con la que compartir mi vida. La gente ya no acudía a la cancha, y esta, como si de un ser vivo se tratase, comenzó a deteriorarse por la tristeza. El aro se oxidó, la red se rompió, el palo de la canasta se dobló, la pintura de las líneas se difuminó y los alrededores de la pista se convirtieron en un pequeño basurero de residuos de botellones. Aquella tarde lo di todo por perdido. Nadie acudía a aquél mítico punto de encuentro y por si fuera poco, a mi me dolían las piernas y aún más el alma. Mis 45 años pesaban en forma de agujetas. Me repetía a mi mismo “ya no deberías saltar ni correr, no tienes edad para ello”, pero lo que más me dolía realmente era estar solo. Había llegado esa etapa de mi vida en la que podía enseñar muchas cosas a los jóvenes, pero sin embargo no tenía nadie con quien compartir aquella sabiduría. Era definitivo, tocaba colgar las botas y guardar el balón. El ciclo de la vida es sabio y determina cuando comienzan y acaban las cosas. Mi relación con el baloncesto iba a fenecer y me preparé para ello. Me autoconvencí de que 30 años practicando un deporte eran suficientes para abandonarlo con relativa dignidad. A la mañana siguiente, mi buen amigo Pablo Suarez me llama de manera inesperada para comentarme que va a subir a la cancha a jugar con parte de los chicos a los que entrena. Acepto a regañadientes con la idea del retiro aún fija en mi cabeza. “Démonos un último baile” – pensé. ¿Qué puede salir mal? Lo que no esperaba es que aquella mañana de domingo fuese a cambiar mi vida para siempre. Cuando llegué a la pista, esperaba encontrarme a dos o tres chicos a lo sumo, pero la realidad era otra. Unos 20 chicos de edades comprendidas entre 13 y 26 años, estaban allí jugando, divirtiéndose, compitiendo, riendo. Tres o cuatro generaciones de deportistas conviviendo en torno a aquella mítica pista de Noreña, en la que el mismo Pablo y la gente de su edad, jugaron y compitieron conmigo hacía una década. Jugué como si no me doliese nada, esforzándome al máximo de mis posibilidades. Ante mi sorpresa, a nadie le importó que fuera mayor ni lento, al contrario. Todos y cada uno de ellos me mostraron el más absoluto de los respetos. Todos atendían a mis consejos con afán de conocimiento y se mostraban interesados por una idiosincrasia parcialmente desconocida para ellos, porque siendo sinceros, el baloncesto ha cambiado tanto como la vida. Aquel día comprendí que no estaba todo perdido, simplemente la distancia generacional había hecho difícil la comunicación, como es lógico. Ese día llegué a casa exhausto, sin poder moverme. Con dificultad me di una ducha e incluso recuerdo haber rehusado salir a tomar algo, ante el estupor de mi mujer. Aquel día descubrí que había un grupo de chavales de distintas generaciones unidos por un amor común, el baloncesto. Gente que sin saberlo, quería establecer aquella cancha como territorio propio. Una pequeña comunidad que me proporcionaba la oportunidad de recuperar y transmitir los valores que a mi me hicieron llegar mis "mayores de pista". Una oportunidad de crear una pequeña familia con quien compartir tiempo de baloncesto y vida. En definitiva, una nueva oportunidad para que el conocimiento que he adquirido durante mis 46 años de vida, no caiga en saco roto. Un lugar donde aprender que el respeto se gana y no se exige, donde aprender que todos juntos somos más fuertes que nadie, y donde aprender a cuidar de los nuestros. El solo hecho de poder contarle a los jóvenes los errores que yo cometí para que ellos no los cometan, representa suficiente estímulo para intentar darle un empujón al proyecto . Mantener la canasta, pintar líneas, comprar una nueva red y cualquier otra cosa que implique trabajo en equipo por el bien del mismo, será un argumento sólido para seguir adelante, porque en este precioso pueblo hay una increíble cantera de jóvenes promesas que crecen, juegan, compiten, y se realcionan alrededor de esta pista. Es así como nace el Club Baloncesto “El Rebollín”. Una forma de vida que gira en torno a la escuela que representa el baloncesto en la calle y que espero perdure en el tiempo y se vaya transmitiendo de generación en generación, porque como rezaba aquel dicho “Los hombres pasan, pero el espíritu permanece” Estáis todos invitados a echar una pachanga con nosotros porque decir "Noreña" es decir "Baloncesto" ¡Nos vemos en el Rebollín!
0 Comments
Cursaba 6º de E.G.B. cuando empezó a llamarme poderosamente la atención el baloncesto. Durante un recreo, vi aquel juego al que jugaban unos niños que tiraban un balón de tres colores muy llamativos a un aro de metal. Parecía divertido, bastante más que esperar a que te dejasen jugar en el campo de fútbol, ocupado por los “figurillas” de turno, que hacían y deshacían equipos a su antojo, con la autoridad implícita que les concedía la popularidad.
Comencé a jugar con ellos y enseguida me di cuenta que aquello me gustaba. Tanto que me apunté al equipo del colegio. Entrenábamos todos los martes y jueves y lo pasábamos en grande, pero empezaron los partidos y la cosa cambió. Aunque se me daba bien encestar, el hecho de que no fuese el hijo del amigo del entrenador, me relegó al banquillo de manera inmediata, dejándome jugar uno o dos minutos por partido. Acabó la temporada (20 partidos), y yo había salido a jugar en cuatro ocasiones. El hecho en sí, fue tremendamente revelador. Había descubierto un deporte diferente, pero me había dado cuenta que estaban haciendo con él, lo mismo que con el maldito fútbol, especular, corromper, traficar con influencias, y tirar por tierra las ilusiones de niños. Los niños quieren jugar para pasarlo bien, y eso es incuestionable. Si los niños no juegan, su confianza se resiente tanto en el ámbito deportivo como en el personal. Mi carrera se había ido al garete antes de ni siquiera comenzar. Mi odio por el deporte base y la putrefacta idiosincrasia que le rodea, acababa d echar raíces. Aclarar de todas maneras, que yo ya era un niño muy poco usual, en cuanto a mente se refiere, antes de que se sucedieran éstos acontecimientos. Durante unos años me dediqué a otras suertes como Karate, Flauta, y demás chorradas a las que te apuntan tus padres para no tenerte en casa. Incluso el primer año de instituto jugué al Voleibol, pero no había nada que me llenara especialmente. Discurría el año 1991 y era complicado saber lo que pasaba al otro lado del charco, pues no había ni móviles, y apenas había 5 cadenas de televisión, las cuales al ser de reciente creación, se centraban en captar espectadores a base de programación sensacionalista, mujeres ligeras de ropa, y el maldito fútbol. Pero una mañana de sábado, algo cambió. Me levanté antes que mis padres y me fui al salón a ver la televisión, y al poner la 2ª cadena de TVE, pasó algo parecido a cuando a un religioso se le aparece la virgen (sólo que yo no iba drogado), una imagen de Michael Jordan pegando un salto tremendo y machacando por encima de dos defensores, apareció de pronto llenando la pantalla, y haciendo que la adrenalina fluyera por mi cuerpo como nunca antes lo había hecho. Bueno, quizás cuando lo de Sabrina y la teta, pero eso es otra historia. Era un Bulls – Knicks de liga regular en el 2º cuarto, vi el partido entero, absorto totalmente en intentar asimilar aquella maravilla de la creación que estaba contemplando. Un juego plásticamente espectacular, lleno de movimientos espectaculares totalmente diferente a todo lo que había visto. Aquel día marcó un antes y un después en mi mente. Había algo por descubrir y me encantaba, en definitiva, había esperanza. Mi vida personal había dado un vuelco enorme, en cuanto a motivaciones se refiere, y por aquel entonces, ver cosas de la Nba ya era lo único que me preocupaba a diario. Recuperé total y absolutamente las ganas de jugar al baloncesto. Mi única preocupación diaria era jugar partidos y averiguar más cosas de aquel deporte y todo lo que le rodeaba, para colmo, se avecinaba un acontecimiento que me iba a proporcionar muchísima información de calidad, los juegos olímpicos. La creación de la primera selección estadounidense, íntegramente formada por jugadores profesionales de la Nba, iba a ser determinante para mí. Grabé todos los partidos del “Dream Team” en mi antiguo vídeo vhs y visioné las cintas una y otra vez, hasta que prácticamente me sabía lo que decían los comentaristas en cada momento. Fui almacenando información, como si de un disco duro se tratase, y la intentaba utilizar en beneficio propio en la pista. Quería defender como Pippen, tirar como Mullin, dominar el tablero como Robinson, tener la elegancia de movimientos de Jordan, y sobre todo, ser como Charles Barkley. Aunque mi jugador favorito era David Robinson, me sentía totalmente identificado con Sir Charles Barkley, puesto que nunca fui muy alto, pero siempre tuve un gran salto que me hacía ser un buen reboteador y sobre todo, un notable taponador. Intimidar era lo mío, es lo que tiene ser de un barrio obrero conflictivo, que lo del carácter, o lo llevas de serie, o duras poco. Por aquel entonces jugábamos en la pista del barrio, la mítica cancha del instituto Feijoo, en la que nos reuníamos para jugar, una buena cuadrilla de gente. Había personajes de todo tipo, pero lo importante era que todos lo pasábamos bien jugando. Horas y más horas intentando emular a mis héroes del Dream Team. El tiempo transcurrió y a base de jugar, fui adquiriendo cierto nivel, que no pasó desapercibido para nadie. No es que fuera un superclase, pero tenía varias buenas virtudes. Con 1.80m y buena velocidad, mi capacidad de salto me hacía un penetrador difícil de defender, y aunque no me prodigaba mucho en la larga distancia, tenía un tiro, más que aceptable. La mejor de mis condiciones, era una de las que hoy en día escasean, la defensa. Yo no me desvivía por intentar anotar 30 puntos, pero cada vez que robaba un balón o ponía un tapón, era feliz. El tema de los tapones llegó a obsesionarme tanto, que perfeccioné mi tempo de salto hasta lograr muy buenos resultados. Estaba claro, no era un base titular, pero tenía cabida como suplente en cualquier equipo de nivel medio. Alentado por mi amigo Monchu, me acerqué al pabellón del barrio, el día que hacían las pruebas para el equipo local. Casi todos eran conocidos del colegio e instituto, y antes de que llegase el entrenador, se encargaron uno por uno, de decirme que no tenía nada que hacer, que iban a escoger a los que llevaban tiempo jugando allí, y que mejor me iba a casa. Volvían los fantasmas del pasado en forma de mafia deportiva, solo que ésta vez la cosa cambiaba, yo ya no era un crío y estaba convencido de mis capacidades, así que soporté los improperios y esperé a que llegase el entrenador. Nos presentamos unos 20 chicos para 12 plazas, lo cual me esperanzaba bastante, teniendo en cuenta que con el que mejor me llevaba, era el base titular, y eso podía serme de ayuda. Los primeros 4 días de entrenamiento se basaron en hacernos correr durante media hora aproximadamente. Sólo había un chico que me ganaba, el resto llegaban unos 4 minutos detrás de mí el más rápido, la cosa iba de viento en popa. La cosa empeoró un poco cuando empezamos a ir a la pista. Por muy en forma que estuviese y mucha motivación que tuviera, había algo para lo que no estaba preparado, los sistemas de entrenamiento. Al no haber jugado nunca en serio, los ejercicios con balón me resultaban muy difíciles, me perdía en los movimientos, no le pasaba a quien le tenía que pasar, no me ponía en la fila en la que me tenía que poner, y en los trenzados, poco menos que me chocaba con mis compañeros. El primer día de pista fue desesperante. Tener por compañeros a 19 buitres de 16 años, ávidos de hacerse con los 12 puestos disponibles, implicaba no recibir ayuda de ningún tipo, en vez de eso, risas e insultos para evidenciarme por doquier. El cuarto o quinto día, de la que me acercaba caminando hacia el pabellón, la idea de irme a casa y no aparecer más por el equipo me llevaba rondando todo el día, así que decidí hacerlo. Mientras volvía a casa, paré en los recreativos y encontré a mi amigo Monchu, que me preguntó, que qué tal me iba en las pruebas. Al explicarle mi problema, en vez de compadecerme, soltó una sonora carcajada que le duró un buen rato. ¡Bienvenido a mi mundo! Me dijo. Eres un jugador de la calle, aprendiste en la calle y siempre has jugado en la calle, tu manera de pensar es pasarlo bien jugando, y en los equipos se juega para ganar, no para pasarlo bien. De todas maneras, -¿Habéis jugado algún partidillo entrenando? -No, le respondí, -hoy viernes tenemos una pequeña sesión de tiro y luego partido. – Vete y juega como sabes, si vales, ya se esforzarán por que aprendas los sistemas, y si no vales, por lo menos lo has intentado. Las palabras de mi amigo me convencieron y corrí hacia el pabellón, llegué tarde y me incorporé a las ruedas de tiro. Mis fallos y meteduras de pata o las burlas de los compañeros, no consiguieron borrarme la sonrisa, pues tenía un as en la manga. Hoy íbamos a Jugar cara a cara y se iba a ver quién sabe jugar a esto. Llegué al pabellón agitadísimo, después de haberme cruzado todo el barrio corriendo, embargado por una ilusión que hacía fluir la adrenalina en mí como nunca había sentido. Jugar aquel partido y conseguir convencer al entrenador de que merecía un sitio en el equipo, era el reto más importante al que me había enfrentado en mi corta vida. Cualquiera de mis aspiraciones de convertirme en un jugador, necesitaban de aquel equipo para convertirse en realidad, pues era la única conexión del barrio con el exterior, baloncestísticamente hablando. Fui al vestuario y me coloqué en lo que yo denomino “la esquina discreta”. Según mi estudio sociológico de vestuarios (que algún día publicaré), las posiciones intermedias las ocupan los que normalmente quieren llamar la atención y no se cortan en gritar y derrochar confianza antes de salir a pista. Las esquinas son para los que necesitan concentración, y yo era uno de esos. Me vestí tranquilamente, ajustándome cada pieza de ropa como si de su perfecta colocación dependiera el acierto de mis movimientos. Al igual que un Gladiador esperando en la jaula antes de medirse a los leones, me coloqué perfectamente todo mi equipo, mientras observaba al resto de candidatos, con una mirada desafiante que hacía de escudo al miedo que comenzaba a invadirme y que hacía que mis piernas temblaran ligeramente. No podía permitirlo, yo merecía aquello, tanto o más que cualquiera de aquellos fanfarrones prepotentes y no debía tener fisuras emocionales que afectaran a mi rendimiento. Apreté con fuerza los cordones de mis Jordan, los mismos Jordan que me habían costado tanto tiempo conseguir, que no me los ponía por la calle por miedo a desgastarlos. Al fondo, otros dos aspirantes nuevos, hacían méritos para intentar caerles bien a los más populares del grupo, que les animaban a tener esperanzas para por detrás, reírse de ellos. No sería yo quien les advirtiera, pues creo firmemente en que la gente debe espabilar por ella misma en cuanto a estos temas se refiere. Llevaba mucho tiempo luchando contra los grupitos de “populares” en el colegio y había salido adelante sin apoyo alguno. El barrio de La Calzada es así. Por fin salimos de aquel tenso ambiente de vestuario con olor a humedad y nerviosismo y enfocamos el túnel de vestuarios. El túnel era largo y estrecho, el momento de salir a pista se me estaba haciendo eterno, pero al final del túnel esperaba una inesperada sorpresa que podía dar un giro inesperado a los acontecimientos. Por fin recorrimos el angosto pasaje y cual sería nuestra sorpresa cuando comenzamos a oír numerosos aplausos. Levanté la vista hacia las gradas y confirmé mis sospechas, había público, además en un número bastante cuantioso para lo que era el aforo del pabellón. Unas 200 personas se habían dado cita para ver el entrenamiento, y eso suponía un hándicap importante para los jugadores a los que me enfrentaba, y un as en la manga para mí. Nunca me importó jugar con público, pues si algo bueno tiene jugar en las canchas del barrio es que aprendes a sobreponerte a la presión, porque siempre hay alguien mirando y diciéndote lindezas para ver si pierdes y pueden entrar por ti. En el caso de mis oponentes, la sola idea de jugar mal mientras eran observados, amenazaba tantísimo sus posiciones de poder dentro del equipo y de la sociedad juvenil local, que a alguno le sobrevenían temblores. La presencia de multitud de féminas del instituto era la punta de la lanza que amenazaba con perforar el ego de los “figurillas”. Yo mientras tanto, disfrutaba interiormente. Comenzamos la rueda de calentamiento habitual y con los primeros tiros a canasta, se comenzaron a oír los primeros aplausos y abucheos de la tarde, la cosa prometía. Yo me centré más en calentar bien, que en meter los tiros, por lo que fui de los primeros “premiados” por el respetable. Mi guerra no era con el público y lo tenía claro. Mientras tanto, al resto se les encogía un poco la muñeca y no jugaban con la confianza habitual. Después de unos cuantos ejercicios, el entrenador nos reúne y se dispone a distribuirnos por equipos. La alineación no presentó muchas sorpresas, eran los 5 más habituales, contra sus 5 mejores amigos y en cada banquillo, 5 reservas más. Yo formaba parte del banquillo de los menos habituales, pero la posición que iba a ocupar en el campo, era una total incógnita. Transcurridos 5 minutos de juego, comienzan los cambios en mi equipo y por fin me tocaba salir a pista. Mi misión era jugar de escolta, lo que implicaba defender a un jugador que me sacaba 10 cm y por otro lado, intentar ayudar al temeroso chico que habían puesto de base, que jugaba con auténtico pánico ante la seguridad de su par. Estábamos defendiendo al hombre, así que me pegué a mi defendido como una lapa para evitar que recibiera, pues la diferencia de altura, condicionaba mucho mi defensa en caso de que tuviera el balón. A los 4 minutos, había interceptado dos pases, robado un balón y forzado una personal en ataque del escolta titular del equipo. En ataque me dediqué a circular el balón buscando a mis compañeros y a ponerle bloqueo tras bloqueo a mi base, para que pudiese iniciar jugadas, pues se abalanzaban sobre él, como los lobos cuando huelen la sangre. Frustrado por mi presión defensiva, el escolta enemigo empezó a gritar pidiendo bloqueos para poder recibir y las ayudas no tardaron en llegar, pero mis tremendas ansias de hacerlo bien, me hacían sortear bloqueos con una facilidad increíble. Consiguió tirar algún tiro exterior, pero siempre con mi mano a escasos centímetros del balón. Frustrado ante los abucheos del público, decidió hacer uso de su superior altura para recibir en el poste y conseguir estrenar su cuenta anotadora, pero era desconocedor de que debajo de mis escasos 180 cm, se escondía el alma de un ala-pívot encerrado en el cuerpo de un base. Recibió el balón al poste, y en un movimiento más que previsible por un defensor exterior curtido, desplazó su pie bueno para intentar rodearme y ganar línea de fondo. Ante su sorpresa no hice movimiento lateral para taparle, pues lo normal es que me pitasen falta, en vez de eso, le deje rodearme, y mientras el realizaba el pivote, me agaché para preparar mi batida de salto de tal manera que cuando elevó el balón hacia el aro, aparecieron dos manos juntas que le impedían el paso y le hundían hacia abajo. El salto lo había hecho más con el corazón que con las piernas, pero el resultado era el mismo, tremendo tapón que acababa con el jugador en el suelo, y con el balón en mis manos. El público lo celebró alocadamente y el jugador pidió el cambio. Con la confianza reforzada y un nuevo jugador enfrente, que no las tenía todas consigo, intenté completar mi actuación y ataqué el aro un par de veces con entradas sencillas en momentos adecuados. Nada complicado, solo esperar la oportunidad y anotar dos bandejas fáciles. Para colmo, en un cambio defensivo por un bloqueo a mi base, acudo a la ayuda sobre la línea de tres y doy un desesperado salto hacia el tirador, con la convicción casi total de que iba a caer en una finta. Al mismo tiempo, el tirador tenía su propia convicción, y esta era que el defensor no iba a llegar a su tiro. Uno de los dos se equivocó y le coloqué un sonoro tapón, de esos que suenan a bofetada, y que provocó una tremenda exclamación de la grada. En la jugada siguiente, alentado por los acontecimientos, me quedé solo en el triple y a sabiendas de que no era mi fuerte, me decidí a tirar y lo metí. El público me estaba dedicando una sonora ovación cuando fui sustituido. No volví a salir en la segunda parte, lo que me hizo pensar que probablemente el entrenador quisiera ver jugar a todos, y no le di mayor importancia. No solo no jugué, sino que a la salida del pabellón el segundo entrenador vino a hablar conmigo y me dijo que el entrenador tenía que hacer los descartes lógicos y yo era uno de ellos. Fue una sorpresa muy desagradable, pero no me sentó tan mal como esperaba, pues en el fondo de mi mente, mi deseo de demostrar que yo valía para esto, había sido resarcido. Poco me importaba que no me hubiesen cogido o que el jugador al que defendí fuese el novio de la hermana del entrenador. Las palabras de mi amigo Monchu cobraban más sentido que nunca y me di cuenta de que lo que realmente importaba era divertirse jugando, ya fuera en un pabellón con público o en la destartalada canasta del barrio. Mientras tuviera un balón y amigos, estaba preparado para disfrutar al 100% de lo que este bello deporte me podía ofrecer. Ninguno de los que jugaron en aquel equipo llegó a nada en el mundo del baloncesto, así que con el tiempo, agradecí al destino el no haberme dado falsas esperanzas a cambio de mantener intacta mi ilusión por el juego. Aún hoy me junto con amigos y salgo a jugar a la pista del pueblo, con la misma ilusión de aquel niño que recorría el barrio de lado a lado a toda velocidad para llegar el primero a la pista e intentar imitar a sus ídolos tarde tras tarde. Sé fuerte, para que nadie te derrote. Sé Noble, para que nadie te humille. Sé humilde, para que nadie te ofenda. Pero sigue siendo tú, para que nadie te olvide. Continuando con la serie de historias que relatan la extraña pero apasionante relación amor/odio que he mantenido con el baloncesto desde mi niñez, hoy voy a contar una bastante curiosa, de esas de las que puedes sacar incluso algo parecido a esa moraleja típica de las historias que narran en las películas.
Vamos allá. Corría el año 1990 y yo cursaba mi primer año de instituto. Un instituto al que odié desde antes incluso de pisarlo por primera vez, pues el hecho de que mis padres me matriculasen allí, me separaba drásticamente de todos mis amigos de la infancia, que acudirían al de nuestro antiguo barrio. La excusa que utilizaron fue que como nos habíamos mudado de casa, el nuevo instituto quedaba más cerca, pero yo siempre supe que no querían bajo ningún concepto que fuera allí. Nada de lo que dije importó y, como siempre, se hizo su voluntad. Otra vez solo ante el peligro en un ambiente “hostil” de modas, hormonas revolucionadas, peleas, lucha de tribus urbanas, abusones y tabaco en los baños. Por suerte yo vivía sumido en un mundo paralelo en el que me encontraba seguro y confiado. Aquel mundo, obviamente, era el baloncesto. El baloncesto había pasado a ser mi mayor mecanismo de autodefensa en todas y cada una de las situaciones diarias. Pensar en él, me ayudaba a soportar aquellas aburridísimas clases que jamás me importaron ni siquiera un poco, y según sonaba la campana del recreo, volaba con mi balón debajo del brazo hacia la canasta para llegar el primero y estar la media hora jugando como si no hubiera mañana. Puedo decir que me pasé el primer año de instituto casi entero vestido de chándal. No existía nada más para mí. Pronto comencé a jugar en el equipo del instituto y a “relacionarme” con gente del mundillo. El entrenador era un tipo frío y distante al que, realmente, no parecía ni gustarle el baloncesto. No se reía nunca y no empatizaba en absoluto con nosotros. Solamente hablaba de baloncesto con su ayudante y con algún amigo de su edad que venía de vez en cuando. La verdad que nunca me importó demasiado mientras me dejara hacer lo que me gustaba que era jugar. El resto de mis compañeros me habían parecido bastante normales a primera vista, pero pronto me percaté de que me había equivocado. Los entrenamientos se desarrollaban en un continuo clima de tensión en el que aquel hombre daba gritos a diestro y siniestro mientras los chavales intentaban, con muchos nervios y poco éxito, completar los complicados ejercicios que nos diseñaba. Fundamentos demasiado ambiciosos para niños de 15 años que no dominaban algo tan básico como el bloqueo y la continuación. Aquellos pequeños autómatas obedecían ciegamente las indicaciones de aquel tiparraco sin rechistar, pues estaban condicionados por un miedo atroz a ser excluidos del equipo o sentados en el banquillo de forma permanente. Al parecer, no hacía mucho tiempo que algunos habían sido apartados por no cumplir las estrictas normas que dictaba: Había que dar obligatoriamente un mínimo de 5 pases antes de tirar a canasta, cada individuo no podía botar bajo ningún concepto el balón más de 3 veces, prohibido terminantemente dar pases a una mano y, además de algunas que no recuerdo, estaba la que más furioso le ponía: Prohibido tirar triples. Menos mal que James Harden no fue conmigo al instituto, porque se hubiera tenido que dedicar a la petanca. A mí me daba bastante igual, pues estaba acostumbrado a obedecer órdenes que no me gustaban. Yo no era precisamente de su agrado pues la circunstancia de haberme criado jugando en la calle, significaba que no había hecho una jugada ensayada en mi vida. Por saber, no sabía ni hacer una rueda de calentamiento sin perderme. Era algo bastante gracioso verme dar vueltas en contraataques trenzados buscando el balón y cosas así, pero Luis (así se llama el coach) pronto se dio cuenta de que yo tenía una virtud de la que el resto carecían. Sabía y quería defender. Normalmente, los niños de colegios o institutos “de bien” no se dejaban ver por las canchas del barrio. La zona marginal de la ciudad y sus maltrechas canastas no son el ambiente idóneo para ellos, que han crecido jugando en pistas polideportivas desde infantiles, jugando en equipos con entrenadores y árbitros. Los árbitros son muy útiles para muchas cosas, sobre todo para que no te peguen. En el barrio, las cosas funcionaban de otra manera y los golpes estaban a la orden del día. Allí aprendí a tener que emplearme físicamente al 100% si quería intentar detener a rivales que, habitualmente eran superiores a mí en edad, físico o ambos. Eso en mi nuevo equipo no sucedía y a mí me resultaba extremadamente fácil defender a mis pares. No era especialmente bueno en ataque, por decirlo de una manera elegante, pero por mi voluntad defensiva me convertí en uno de los habituales de la alineación. Nunca protestaba y hacía lo poco que sabía hacer con solvencia. Puedo decir que me gané su confianza. La tónica habitual de los partidos era que nos plantaran una zona 2 – 3 más inmóvil que un gato de escayola. Lógico en parte cuando juegas con un equipo que ni siquiera intenta tirar de tres. Las derrotas se sucedieron y con ellas comenzó a llegar mi indignación. Podía entender de alguna manera las otras normas, pero no podía comprender la prohibición de tirar triples, y más aún cuando teníamos a Javier, un compañero que era una auténtica ametralladora. Un día, Jugando un partido contra un equipo local, Javi se hartó de aquella situación, se armó de valor y cuando le llegó el balón a la frontal después del quinto pase, armó sorpresivamente el brazo y se elevó en suspensión para lanzar un triple. No recuerdo haber visto en toda mi vida otro triple entrando tan limpio por un aro. El entrenador sentó a Javi inmediatamente sin mediar palabra. Una vez concluido el partido, nos juntó en el vestuario y después de decirle a Javi que no iba a jugar más en aquel equipo, alzó la voz en tono amenazante y nos dijo: - ¡Aquí no tira triples ni dios! ¿Lo habéis entendido? En ese preciso instante, el carácter rebelde que llevaba un tiempo dormido en mi interior, unido a la rabia producida por presenciar aquella cacicada, se apoderó de mí y me hizo levantarme para decir con voz firme: - Si se va Javi, yo en el próximo partido solo tiraré triples. La gente enmudeció y el entrenador se me quedó mirando con una expresión que evidenciaba decepción. Yo sabía que tenía peso específico en aquel equipo y que si alguien podía atreverse a decir aquello debía ser yo. Era el que menos posibilidades tenía de ser expulsado al momento, y menos cuando el siguiente partido era contra los pupilos del hombre al que más odiaba nuestro entrenador. Me necesitaba y yo lo sabía, así que me la jugué. No os voy a negar que lo que yo esperaba que sucediera, es que el resto de mis compañeros se fueran levantando uno a uno como en las películas americanas a decir - ¡Yo también! ¡Y yo! ¡Y yo!... pero los muy cabrones se quedaron allí callados como tumbas y me vi sólo ante aquel marrón. Daba igual, estaba orgulloso de lo que había hecho y esperaba mi castigo como un guerrero. - ¡Vale! – Dijo ante el asombro de todos el entrenador -¡En el próximo partido te tiras los triples que te salga de los cojones! Acto seguido esbozó una sonrisa malévola y se largó. Mis compañeros se acercaron emocionados a felicitarme y a conjeturar sobre lo que podía pasar en el siguiente partido, aunque todos coincidíamos en 2 hipótesis bastante probables. La primera era que no me dejase jugar. Era un partido muy importante para él y yo le había fallado, así que con total seguridad lo vería desde el banquillo. La otra menos probable es que me lanzase un órdago y me pusiese a jugar. Si eso sucedía, yo tenía asumido que cumpliría con mi deber moral y me tiraría el primer balón que pasara por mis manos desde detrás del arco, aunque no tocase ni aro. La suerte estaba echada… Pasaron los días y llegó el partido. Jugábamos en un instituto en el otro extremo de la ciudad, pero yo me entretuve demasiado con unas tareas en casa y cuando quise ir a por el Bus llegaba bastante tarde. Iba con retraso y en el fondo me daba igual, porque tenía la certeza de que me iban a castigar sin jugar. Cuando llegué, di vueltas al edificio buscando la entrada, hasta que una voz familiar me gritó: - ¡Corre a cambiarte, joder, va a empezar el partido y sales de titular! Era el entrenador, que estaba fuera echando un cigarro con cara de pocos amigos. Entré corriendo al vestuario y mientras me cambiaba en soledad, escuchando ese inconfundible ruido de los balones botar, pensaba en lo que me había dicho Luis fuera. - ¡Voy a jugar! – Pensé. Aquello significaba que tenía que asumir las consecuencias de mis actos y salir a tirar un triple, probablemente el último con aquel equipo. Dudé de ello, pero recordé a mis compañeros y decidí que no podía decepcionarlos. Yo había empezado aquel pulso y debía acabarlo como un hombre. Mi leyenda local se iba a escribir allí y ahora. Até mis botas con firmeza y me dirigí por el túnel hacia la pista. Cuando salí, mis compañeros me miraban y se miraban entre ellos pero ninguno hablaba. Era como si quisieran decirme algo pero nadie se atreviera. En ese preciso instante, algo dentro de mí me hizo llevar la vista al suelo. Era la típica pista polideportiva que mezcla diferentes líneas de diferentes campos (Balonmano, vóley, etc.) pero esta tenía una particularidad muy importante. No tenía línea de triple. Moraleja 1 : Los entrenadores SIEMPRE tienen ases en la manga. Moraleja 2 : Asegúrate de conocer bien la cancha donde vas a jugar. Moraleja 3 : Olvídate de las películas americanas, es todo mentira. Epílogo: Pasar de héroe a humillado en unos segundos, es un viaje tan vertiginoso de extremo a extremo del espectro emocional que marea. Una vez recuperado de ese zarandeo moral, cogí mi maltrecho orgullo e hice lo que tenía que haber hecho hace tiempo: Marcharme de aquel lugar. Me fui sin jugar el partido, no sin antes decirle al entrenador delante de todo el mundo, que se podía meter sus normas y su equipo por donde le cupiese. De camino al vestuario mi cabeza inició un proceso de autoconvencimiento de que lo que había hecho era lo correcto. Supongo que como le sucede a cualquiera después de tomar una decisión así. Mi dignidad valía más que una plaza en un equipo, por mucho que ansiara vestir una camiseta con un número, como los jugadores de la tele. Además, aquello no era baloncesto. No al menos el que yo conocía y del que me había enamorado locamente. Ya en la calle, con la mente puesta en irme esa misma tarde a jugar con mis amigos del barrio para emborracharme de buenas sensaciones, llevé la última gran sorpresa del día. 9 de los jugadores del equipo también se habían ido del partido siguiendo mis pasos y dejando “compuesto y sin novia” al entrenador ante su máximo rival. Esta vez si. No puedo ni imaginar la vergüenza que aquel desenlace le supuso, pero os aseguro que pagaría por viajar atrás en el tiempo y poder verlo. El balance de la contienda fue de 10 dignidades recuperadas y un partido que nunca llegó a jugarse. Aquella mañana, la vida nos dio a ambos una lección muy importante. A mí me enseñó que por muy controlada que creas que tienes la situación, cualquier dato que se te escape te puede hacer fracasar. El por su parte, aprendió que la concepción de un equipo juvenil debe acercarse más a una familia que a un pelotón del ejército, pues la disciplina no debe estar reñida con el buen trato y la comprensión. Al fin y al cabo, por muy bueno que seas, sin tus jugadores no eres NADA. |